🇮🇹🏃♂️ 100 km en Puglia. Una carrera, una comunidad y un hombre que no corrió ni un solo segundo solo.
Fue esa carrera... la carrera que sale perfecta sin ser perfecta. La carrera que te pone a prueba, pero que también te sostiene en brazos. La carrera en la que saqué el tiempo que quería, aunque por momentos fue más dura de lo que me había imaginado. Ese tipo de 100 km que al final te hace decir: «sí, esto fue una historia».😍
Después de dos días en los que recorrimos Bari, Polignano a Mare y Alberobello, en los que comimos delicias locales, pero con cabeza, llegó esa mañana que llevo dentro desde hace tres meses. Tenía muchísimos nervios. El plan de preparación no salió como quería, pero tampoco sentía que necesitara «esa perfección matemática». Después de tres Ironman, un Transfier y 100 km corridos en febrero, todo hecho este año, tenía una confianza difícil de explicar. Sabía que estaba preparado. O... que me las iba a arreglar, pasara lo que pasara.
Me costó decidirme por el recorrido. Tenía ganas de correr, no ganas de pasearme buscando agua y entrando a tiendas. Ya te lo he contado: en las tiradas self-supported, el agua es el único problema real. Eso no hay manera de cargarlo de más. Para el resto estoy listo siempre. Pero el agua... como mucho 2–3 flasks, cuatro si de verdad te esfuerzas, y aun así ya son demasiados.
Así que hice un recorrido de tres vueltas de 28 km y una más corta, de 16 km, al final. Salida a las 6, para terminar con luz. Nae iba a correr conmigo la primera vuelta; la segunda la haría en sentido contrario; la tercera, otra vez en el sentido inicial, para no sentir que hacía el mismo camino al milímetro. Y al final, la vuelta corta, lo justo para que saliera la centena.
Quedé con Nae a las seis menos unos minutos. Hacía un fresco agradable, aunque habría unos 11 grados. La humedad era tan alta que estaba todo mojado, como después de una lluvia seria. Nos animamos un poco, él con sus bromas, yo con mis nervios, y a las 6 en punto arrancamos. Así, simple, sin fuegos artificiales.
La mochila colgaba bastante pesada. Se notaba que hacía tiempo que no corría con ella. Seguramente tenía cerca de cuatro kilos, quizá incluso más. La había llenado para cualquier escenario, para poder cambiar el recorrido sobre la marcha si sentía que tenía que hacerlo. Llevaba tres flasks con líquidos, la nutrición para toda la carrera, el chubasquero, la cortavientos, una camiseta de recambio y una de manga larga, el DNI, algo de efectivo, una linterna pequeña, la manta de supervivencia, una venda elástica, el dron, dos baterías de repuesto para él, una batería externa para el móvil, los auriculares, pastillas de sal para unas once horas, las de Decathlon con vitaminas y minerales (cloruros, potasio, sodio, magnesio, vitaminas B1, B6 y C). También llevaba unas cuantas pastillas para imprevistos, tipo Espumisan, Metoclopramid e Imodium, además de los suplementos para cada 40 kilómetros: un magnesio de 1000 miligramos y una vitamina C igual de potente. Y el teléfono, claro.
Llevaba el frontal, pero casi no llegué a usarlo. La luz de la mañana llegó más rápido de lo que esperaba. Salimos de Alberobello y entramos en esos caminos que me encantan: muros de piedra, olivares, trulli desperdigados como en los cuentos. El sol empezaba a levantarse y por todas partes se asentaba una niebla finísima, como si toda Puglia estuviera entre el sueño y el despertar. La niebla envolvía los valles y los olivos parecían salir despacio de un mundo de ensoñación, mientras la luz cálida intentaba colarse entre ellos. Era un cuadro imposible de describir del todo: hay que vivirlo.
El recorrido serpenteaba en todas direcciones: aquí no encuentras llano ni aunque lo busques con lupa. Una colina, un valle, una bocanada fría, luego otra húmeda. Pero era una mañana bonita, tranquila, y nosotros disfrutábamos de correr, del paisaje, de ese ritmo calmado en el que nadie tiene prisa.
Hablamos tonterías, hablamos en serio, callamos, respiramos, y yo empecé a seguir el plan de nutrición a rajatabla. Como te dije, hice cambios grandes. El plan era 80 g de carbohidratos por hora; nunca había probado algo así en una carrera de 100 km, había corrido como máximo con 75 g —3 geles por hora—, pero no durante toda la carrera. Y lo realmente interesante era la alternancia: una hora bebida con carbo (Maurten 320 Drink Mix—unos buenos tragos, unos 170 ml cada 20 min), una hora geles + 500 ml de agua (Maurten 160—uno cada 30 min).
Empecé exactamente así, al minuto, y todo funcionaba perfecto. Claro, esperaba y tenía mucha curiosidad por ver qué pasaba después de 5–6 horas, porque ahí es cuando empieza la verdadera aventura.
Y fueron pasando los kilómetros. Me había propuesto hacer una foto en cada kilómetro «adoptado», para mandar a la gente un agradecimiento individual, quizá hasta una broma. Pero en la práctica, correr siempre reclama lo suyo. Al final no salió lo de las fotos, pero llevé todos los mensajes conmigo. Todos. Ya te contaré más adelante lo que significó eso, porque fue uno de los grandes momentos de la carrera.
En el km 12 entrábamos en Locorotondo. La ciudad que ya conozco en invierno, adornada, cálida, con esas luces que te ablandan el alma. Pues ya estaba preparada para las fiestas. Corrimos por ella con Nae, con los ojos como platos como dos turistas entusiasmados, y disfrutamos cada paso. A la salida encontramos la primera fuente, la que esperaba. Un poco de «chapoteo», como decimos nosotros: Nae llenó su flask (él solo llevaba uno), yo di unos tragos, nos refrescamos un poco y seguimos.
Bajamos de la parte alta por las mismas escaleras por las que, en febrero, saltaba como un loco con «Libera la mare - Andre». Ahora no cantaba, pero me descubrí sonriendo al ver lo bonito que se conectan los lugares con los recuerdos. Y la segunda mitad de la vuelta empezaba con una bajada larga. Le bromeé a Nae que a la vuelta me daría cuenta exactamente de lo «larga» que era en realidad. Tenía razón, pero esa es otra escena.
Lo que yo no sabía era que ese camino también escondía unas subidas interminables. De esas que te sacan el alma por las plantas de los pies, sobre todo si ya llevas 28 km corriendo desde primera hora. Nae refunfuñaba, yo me divertía, pero los dos sabíamos que en la tercera vuelta, cuando pasara por ahí solo, a mí también se me iba a ir la pinza. 😂 Es esa parte bonita y tonta del ultrarunning: te ríes ahora, lloras más adelante.
Entre charla y esos silencios entre dos amigos que corren juntos —ese silencio de verdad en el que no hace falta decir nada para estar en el mismo mundo— llegamos hacia el km 23. Allí esperaba encontrar otra fuente. La había localizado en Google Maps, incluso miré Google Street View, me había fijado mentalmente en las referencias: un árbol grande —uno de esos pinos piñoneros que ves por todas partes en Italia— después de un cruce. No había estado nunca por allí, pero cuando vi el árbol... supe que la fuente tenía que estar allí. Imagínate la alegría. 🤭
Terminé la primera vuelta con unos 28,5 km. Tras una bajada de unos 3 kilómetros, vi al borde de la carretera unas flores moradas, como ciclámenes silvestres: esas flores pequeñas, valientes, que están por todas partes alrededor de Locorotondo. No sé qué me dio... me paré y las recogí. Las sujeté junto al flask, para que me acompañaran hasta entrar en Alberobello.
Fue un gesto pequeño, pero para mí significó mucho. Pensé en Carmen. En todo lo que corre ella conmigo sin correr, en las horas de espera, en los nervios, en los viajes, en todo ese apoyo que no sale en las fotos. Las flores fueron mi manera torpe de darle las gracias en mitad de la carrera. Un «estoy bien, estoy aquí y estoy disfrutando» en la forma más simple.
Luego entré en Alberobello, con ese falso llano que te pone a prueba justo cuando ya no tienes ganas de sorpresas, y llegué a la piazza donde me esperaba Carmen. Justo donde tenía que estar, con las dos botellas preparadas: una con el mix de carbo, otra con agua mezclada con cola. Sé que suena raro, pero esta combinación salva.
Después de horas y horas bebiendo agua y cosas dulces, el agua sola empieza a tener un sabor... raro. Es como un sabor sin sabor, y a la vez parece que la bebes para nada, como si no te quitara la sed. Pero si le pones un poco de cola, lo justo para cambiar el gusto, se convierte en otra cosa: parece que está fría, ligera, de algún modo «limpia»; te quita esa ligera sensación de náusea y te da la impresión de estar bebiendo algo rico sin hincharte el estómago. No sé cómo funciona científicamente, pero en tiradas largas hace milagros.
Me despedí de Carmen y de Nae, solté un par de bromas más y me puse a pelear con la vuelta 2. Literalmente. Sabía que sería más dura. El recorrido en sentido inverso tenía subidas más empinadas, tramos más largos de esfuerzo constante, zonas en las que, si te pasas, tardas 20 minutos en recuperarte. Así que subí un poco el ritmo, sobre todo porque hacia el final de la vuelta con Nae lo había esperado bajando el ritmo para ir juntos. Además, el refill de los tres flasks había durado más de lo que imaginaba. Y también me había cambiado la camiseta: estaba empapado, no solo por el esfuerzo, sino por esa humedad densa en el aire.
Hasta Locorotondo me sentí bien. Luego llegó LA SUBIDA. La subida con mayúsculas. La que me exprimió la energía. ¿Te conté lo de las escaleras con «Libera la mare»? Pues ahora las subí, no las bajé. Y las sentí. Me atraparon por completo. Era más duro que en la primera vuelta, hacía más calor y la humedad no había desaparecido nada. Sentía cómo cada trago de bebida entraba y desaparecía al instante, como en un agujero negro. 😋
Había consumido más líquidos de lo planeado. Muchísimo más. En 19–20 km me fundí tres flasks y aun así tenía sed, una sed tan brutal que sentía que el cuerpo ya no daba abasto. Contaba con una fuente que debía estar a unos 5 km de Alberobello, hacia el final de la vuelta 2, pero no sé cómo logré pasarla de largo. Pfff... y tenía una sed... tremenda. Una sed que me daban ganas de masticar el aire.
Sentía que la energía se iba a lo tonto, que las piernas se volvían pesadas, y era demasiado pronto para eso. Solo iba por el km 52.
Me acordé de que tenía todos los comentarios del post de «adopta un kilómetro» guardados en ChatGPT. Me paré un momento, saqué el teléfono y... le di play. Eso. Y pasó algo que no puedes meter en gráficas, pulso, ritmo, carbo o estrategias basadas en ciencia: me golpeó la emoción. Fuerte. Escuché los mensajes, kilómetro a kilómetro, persona a persona (sé que no es correcto, pero así me sale escribirlo). Todos. Y sí, hubo lágrimas. De las buenas, de las que lavan toda la tensión. Fue el momento que me cambió la carrera.
A 2 km de entrar en Alberobello llamé a Carmen y le dije que no saliera a esperarme a la calle, que iba yo a la habitación. Necesitaba un reset completo y una visita al baño.
Ya casi al final de la vuelta vi al borde de la carretera unas flores amarillas, grandes, silvestres. Las recogí para Andra, mi hija, que me esperaba con Carmen. Las sujeté junto al flask y seguí. Fue ese pequeño gesto que sienta bien.
Perdí allí 28 minutos, pero creo que fue uno de los mejores «pit stop» de mi vida. Comí un poco, me cambié, me estiré, me lavé la cara, me quité los pecados 🤭... y salí de allí siendo otro. Zen. Con las piernas ligeras. Arranqué los primeros 300–400 metros algo pesado, pero en cuanto salí de Alberobello, cantaba y daba gritos como un loco. Todo era distinto respecto al que había terminado la vuelta 2.
Ya estaba haciendo cálculos para librarme de la última vuelta, la corta de 16 km, porque no tenía ganas de volver otra vez a Alberobello para salir de nuevo. Llevaba todo lo que necesitaba encima, y esperaba encontrar agua por el camino. Era un riesgo, pero uno calculado.
Hablé por teléfono con las chicas y les pedí que miraran en Google Maps cuántos kilómetros hay de Locorotondo a Cisternino, una localidad más al sur adonde también quería llegar a correr. Por desgracia, la distancia era un poco más larga de lo que necesitaba, pero parecía la mejor idea. A la salida de Locorotondo solo tenía que hacer un detour. Listo, ¡nuevo plan! 😁
Seguí corriendo con ganas, con energía, con la mente clara. Y al cabo de unos 5 km me encuentro con la fuente que había pasado por alto a la ida. Me vacié un flask de un trago, bebí un poco del segundo y lo rellené. Hacía calor, pero soplaba un viento frío: esa combinación rara en la que estás bien y mal a la vez, pero sigues hacia delante.
Luego me llamó Ana-Maria. Estuve charlando con ella un buen rato, justo lo necesario para que me acompañara en ese tramo de camino. Y mientras hablábamos, me topo con otra fuente, a unos 3 km de la anterior. Imagínate... había pasado hoy dos veces junto a ella y no la había visto. Menos mal que la vi ahora, al tercer intento. Andaba por el km 65.
Y así, bla bla, llegué a Locorotondo. Pasaba junto a la parte alta, justo en el km 69 —ese kilómetro que quería correr por Oana y Gheo— cuando creo oír unos gritos. La primera vez los ignoré, porque no podían ser para mí. La segunda vez giré la cabeza. Y ahí estaban mis amigos: Delia, Gheo, Maria y Nae, con quien había corrido por la mañana. Habían venido en tren desde Alberobello hasta Locorotondo y justo en ese momento pasaba yo por allí.
Corrí hacia ellos, Delia corrió hacia mí, nos abrazamos y recibí una tonelada de energía, toda. No sé cómo explicar ese momento. Es de esos que recuerdas durante años. 😍 Nos hicimos una foto, nos reímos, cruzamos un par de palabras y seguí adelante con una sonrisa de esas descaradas en la cara. Fue exactamente lo que necesitaba en ese momento. Amigos en el corazón, amigos por teléfono, amigos en la calle. Soy un privilegiado. Ni en una carrera tienes un apoyo así. ❤️
Después de las escaleras con «Libera la mare» —ya las conoces 🤭— giré a la izquierda hacia Cisternino. Empecé a correr por esa carretera, pero era demasiado seria, casi como una vía rápida: no muy transitada, pero demasiado... «de carretera» para lo que yo quería. Miré a izquierda y derecha y, cuando vi un camino estrecho, con muros de piedra, que llevaba «al medio de la nada»... hacia ahí fui directo. Era, otra vez, justo lo que necesitaba.
Ese camino estrecho, entre muros de piedra, fue... no sé ni cómo llamarlo. Como si no fuera solo un camino. Era una especie de portal, de esos que tiene Puglia: te atrapa, te da vueltas, te saca del mundo y te deja dentro de un cuento. Un camino que sube y baja sin piedad, pero que te devuelve esa calma que no sabes que estás buscando hasta que la encuentras.
Estuve un poco más con Ana al teléfono, dos o tres risas, dos o tres ánimos, y luego me quedé solo conmigo. Con mi respiración. Con esas piedras blancas, perfectamente blancas, que parecen hechas para reflejar tanto la luz como los pensamientos. Con esos olivos viejos, de troncos retorcidos, que se estiran en todas direcciones como si te mostraran el camino, aunque ni ellos lo sepan.
Y en ese silencio... Italia es distinta. El sur de Italia es distinto. Tiene algo que no sé explicar: una especie de magia cálida, una calma con olor a tierra húmeda, a piedra vieja y a historias que solo existen si las vives corriendo. Ahí sentí que mi carrera se transformaba en otra cosa. Que ya no corría solo kilómetros, sino que entraba en un ritmo que parecía conocer de toda la vida.
Y quizá eso fue exactamente: ese momento en el que solo estábamos yo, ese camino ondulando como una respiración, y Puglia poniéndome la mano en el hombro y diciéndome sin palabras: «Ve. Estás bien. Estás justo donde tienes que estar». 🥹
En el km 73 le mandé un mensaje a mi madre. Su kilómetro. Ella, que a los 73 años se puso a correr. Ella, que el lunes iba a terminar su primer reto de 21 días corriendo. Solo le escribí esto: «Mamá, estoy en el 73». Y creo que fue uno de los momentos más bonitos de esta carrera. Un nudo en la garganta que sienta bien.
Cuando el camino se cruzó con otro, di la vuelta. No tenía ninguna garantía de encontrar más agua hasta el final, así que mi plan era simple: llegar a la fuente que estaba a 6 km de Alberobello. Tenía que estar allí. No había otra opción.
Por el camino me llamó Florin. Él también estaba corriendo. Yo iba por el km 80. Charlamos un poco, justo lo necesario para apartar la mente de «¿dónde está la próxima fuente de agua?». Me venía bien la voz de alguien conocido.
En el km 86 encontré, por fin, la fuente. Y me desmadré del todo. Bebí lo que me pidió el alma, rellené los flasks, me refresqué. Sabía que me faltaban kilómetros, así que tenía que improvisar. Decidí tirar por un camino cerca de Alberobello, por donde había corrido con Carmen en diciembre. Era la opción más segura para no quedarme corto y no tener que «hacer ganchillo» al final por callejuelas de quién sabe dónde.
En el km 90, de la alegría, me puse a cantar. En húngaro. Así, como un loco que ya no siente el cansancio y solo siente que le sale el «guerrero» de dentro. 😂 En la playlist entraba música, salía música, pero yo cantaba lo que me venía. Y sí, sé exactamente qué canción era: Szeellemvilág, de Edda. Me vino a la cabeza de golpe y me llevó directo a Atilla: mi amigo de la infancia, el hombre que me acompañó tres veces en Ultrabalaton y que sabe lo que significa estar ahí cuando se pone difícil. No sé por qué, pero esa canción lo trajo junto a mí en ese camino. Y estuvo bien. Fue como si no corriera solo.
En el km 92 entré en «el camino de Carmen». Ese camino que conocía, que me daba esa calma rara de que todo estaba bajo control. Y en el km 95… gritaba a pleno pulmón «De ce plâng chitarele». Solo en el camino, en el sur de Italia, con 95 km en las piernas, con el sol bajando sobre los olivos, con nostalgia y alegría mezcladas en el mismo nudo en la garganta. Era ese tipo de momento en el que ya no te importa nada: ni el ritmo, ni el pulso, ni quién te escucha. Era solo libertad. En cinco kilómetros cerraría la centena.
Y el final... el final llegó con mucha emoción. En los últimos kilómetros escuché por tercera vez vuestros mensajes. Esta vez ya no me contuve nada. Lloré así, por mí, para soltarlo todo. Luego me recompuse y entré en la plaza del centro, donde me esperaban Andra y Carmen. Me detuve, se me posó la calma encima y disfruté. Fue... como tiene que ser.
Fueron 100 kilómetros distintos a todos los demás. Quizá no los más rápidos, quizá no los más elegantes, pero sin duda de los más vivos. Cien en los que hubo momentos en los que me sentí un león y momentos en los que me sentí flojo. Cien en los que me reí, canté, solté tacos, lloré, callé y corrí más con el alma que con las piernas.
Salieron 11 horas y 11 minutos en el reloj, de las cuales 10h30 corriendo. Y no sé qué valor tendrá ese tiempo para los demás, pero para mí es exactamente lo que tiene que ser. Sobre todo con un desnivel de 1200 m, en un recorrido hecho por mí, con fuentes pasadas por alto, con pausas, con improvisaciones, con todo el pack de un self supported. Fue esa carrera en la que no luché contra nadie, ni siquiera contra mí. Solo cargué con lo que tenía que cargar.
Y tengo que decirlo claro, porque es la primera vez que me pasa en una centena: no me quedé sin energía ni un segundo. Cero. Dieran igual las subidas que vinieran, dieran igual las improvisaciones, dieran igual los cambios de caminos... el cuerpo estuvo conmigo todo el tiempo.
El plan de nutrición fue impecable. Esos 80 gramos de carbohidratos por hora, más esa alternancia —una hora bebida con carbo, una hora geles + agua—, fue quizá la mejor estrategia que he usado en mi vida. No me sacudió ninguna colina, ni siquiera las añadidas extra para compensar la vuelta corta. No tuve bajones, no tuve vacíos, no tuve «túnel». Me sentí fuerte del primer kilómetro al último. Fue una lección que no puedo olvidar.
Y lo mejor de todo es que no corrí solo ni un segundo. Aunque estuviera solo por esos caminos, entre trulli, olivos y valles con niebla, os sentí a todos conmigo. Literalmente.
Cada kilómetro dedicado contó. Cada nombre. Cada mensaje. Cada historia. Me mantuvieron en pie cuando tenía sed, cuando me dolía, cuando ya no tenía ganas de buscar fuentes, cuando sentía que se vaciaba el depósito.
Fue la primera centena en la que me di cuenta de cuánto significa esta comunidad. 21.000 personas en el teléfono... pero ese día sentí que estabais a mi lado. De verdad.
Y si me preguntas ahora, después de haber comido, haber dormido y haberlo puesto todo en orden, qué queda...
No queda el tiempo. Ni el recorrido. Ni siquiera esos muros preciosos de Puglia.
Queda otra cosa: incluso cuando corres contigo mismo, sigues necesitando a la gente. Sus pensamientos. Una palabra, un número, una dedicatoria, una tontería dicha desde el corazón. Eso es lo que me disteis.
Fue la última centena de este año. Y la más llena. No porque fuera perfecta. Sino porque fue nuestra.
Gracias. 🤍🏃♂️🇮🇹
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